Una de las habilidades clave del pensamiento estratégico consiste en diagnosticar de manera apropiada el entorno económico y anticipar las tendencias de las fuerzas competitivas que favorecen o amenazan una actividad empresarial particular. No obstante, a veces los dirigentes empresariales, los emprendedores, las empresas, y en general toda la lógica empresarial, carecen de instrumentos apropiados para hacer una lectura precisa de los procesos que caracterizan el entorno político.
Hay algunos procesos políticos que exceden la capacidad de pensar estratégicamente y diseñar cursos de acción que favorezcan la lógica empresarial. El proceso de paz es uno de estos procesos.
El acuerdo del Gobierno y las FARC ha sido calificado por muchos de sus defensores como el acuerdo de paz que nos conducirá hacia una “paz estable y duradera”. Al mismo tiempo, sus detractores afirman que el acuerdo es un mecanismo para asegurar la impunidad a los miembros de las FARC. Ambas perspectivas desestiman que el proceso de paz colombiano es muchísimo más complejo y va más allá de la guerrilla de las FARC y su desmovilización. Igualmente, existen ejemplos en la historia de la construcción de paz en Colombia de procesos que terminaron en impunidad como el proceso de desmovilización de los paramilitares. La promesa del acuerdo de una paz estable y duradera es una ilusión ante una perspectiva histórica amplia del proceso de paz. Dentro de esta perspectiva resaltan dos actores importantes para la construcción de paz en los territorios: Las empresas minero-energéticas y las comunidades locales.
Una visión comprensiva del proceso de paz colombiano invita a re-examinar algunos apartes del acuerdo en sus justas proporciones. Es el caso del punto de participación política y el enfoque territorial. En realidad, el acuerdo solo reafirmó lo que ya estaba explícito en el verdadero tratado de paz: la Constitución de 1991.
El artículo 103 de la Constitución define varias formas de participación que profundizan la democracia. Los mecanismos de participación ciudadana atacan la exclusión del pueblo en las decisiones políticas, y es un ingrediente clave en la construcción de paz. Entre los mecanismos que la Constitución ofrece para la profundización de la democracia, y el fortalecimiento de la participación ciudadana, se encuentra la consulta popular. De acuerdo a la ley 134 de 1994 (artículo 55), la decisión que tome el pueblo es obligatoria, bien sea en el ámbito nacional, departamental, municipal o local. Sin embargo, actualmente varias consultas populares ya realizadas expresan el rechazo de las comunidades locales a la explotación de recursos de minería y/o hidrocarburos en sus territorios por las empresas[1]. No es lógico que el mundo empresarial esté en contradicción con los procesos que profundizan la democracia.
Más allá del debate sobre si la minería y la extracción de hidrocarburos son actividades ambientalmente sostenibles, o si tienen un efecto dañino en el tejido social de las comunidades, el hecho que las comunidades estén tomando una posición de rechazo a una actividad económica legal es bastante preocupante para la economía nacional y local. Este rechazo conduce a una incertidumbre jurídica, pero también, y más importante, a una incertidumbre política.
Los gremios afectados y el gobierno diseñaron una estrategia que consiste en tramitar una ley para “impedir que las consultas populares prohíban estas iniciativas [proyectos minero-energéticos]”[2]. Este es un camino bastante escabroso si se considera que la Carta de 1991 favorece la autonomía y la descentralización de las entidades territoriales; si la legislación anterior empodera las consultas populares, no solo promovidas por autoridades administrativas (Ley 134 de 1994) sino también de origen popular (Ley 1575 de 2015); un congreso que languidece en su capacidad legislativa ante el inicio de las campañas electorales. Por último, si la Corte Constitucional en varias sentencias relativamente recientes (C389/16, C123/14, C418/12, C/891/12) reafirma la importancia de los derechos de las poblaciones en los territorios.
Aun en el caso en que el trámite del proyecto sea exitoso y supere el examen de constitucionalidad, las empresas tendrían que enfrentar un conflicto con las poblaciones en los territorios. Esto genera las condiciones ideales para que emerjan grupos delincuenciales, que al sabotear la actividad de las empresas legales podrían adquirir legitimidad ante la población local. Esta situación no es conveniente, ni siquiera para las comunidades locales. Adicionalmente, se genera más incertidumbre de la que trataba eliminar. La lógica empresarial no puede ser, no debe ser, y no es ilegítima. Una ley aprobada en Bogotá, no necesariamente cambia lo que piensa un campesino en Cajamarca – Tolima. Un claro error estratégico.
Una posible salida a este problema es la inversión en capital social. Normalmente, las inversiones que hacen las empresas mineras en los territorios están orientadas hacia el capital físico y el capital humano, recursos que escasean en las comunidades locales. Poco se discute la posibilidad que tienen las empresas de invertir en la interacción constante y repetitiva con las poblaciones locales. Esto va más allá de la responsabilidad social, porque implica que la operación misma de la empresa dependa de las relaciones que se forjen con los pobladores locales. Una cosa es una empresa, socialmente responsable, con la última tecnología y el mejor capital humano, con un contacto distante con la comunidad. Otra cosa es si existen personas dentro de las comunidades que actúan como “puentes” o “enlaces” entre lo que hace la empresa y lo que percibe la comunidad; y otra muy distinta es que los miembros de la comunidad participen directamente, con la debida capacitación, en el diseño y ejecución de los proyectos mineros, ya que lo que percibe la empresa es lo mismo que percibe la comunidad.
Si dentro de la lógica empresarial es fácil imaginarse proyectos conjuntos con otras empresas para entrar en un nuevo mercado, ¿por qué no es posible desarrollar dichos proyectos con las comunidades locales?
Una nueva ley es una iniciativa con beneficios dudosos, sin un efecto real en la reducción de la incertidumbre, y con el potencial de incrementar el conflicto. La inversión en capital social en cambio es de largo plazo, genera beneficios ciertos, reduce la incertidumbre política, y tiene fuertes probabilidades de construir paz.
Guillermo Ruiz Pava, Profesor Asistente del CESA